Sandy Franco

Ese famoso dicho que reza “segundas partes nunca fueron buenas” se ha aplicado en muchas producciones que, tras tener una impecable y entretenida primera temporada, aprovechan un boom mediático para escalar más peldaños de éxito o caer estrepitosamente al fracaso con una segunda parte o temporada, según sea el caso.

Cuando Netflix anunció que haría la segunda temporada de El juego del calamar, fue hacer un coraje interno sobre por qué el señor de la N roja quería descomponer un producto redondo y caótico con una nueva entrega que quizá no les iba a quedar tan bien como la primera. Seamos honestos, Netflix trastabilla en las secuelas; muchas pierden fuerza.

Y con esa moneda al aire, el gigante del streaming dio un salto de fe cuando estrenó la segunda temporada de este producto coreano un día después de la Navidad, fecha que, en mi punto de vista, fue crucial para lo que pasó y está pasando con esta nueva etapa de la serie.

Es complejo dejar a un lado la renuencia y aceptar que, aunque es más de lo mismo, la segunda temporada de El juego del calamar es buena; si no redonda, tiene ese elemento que ha distinguido a la historia y la saca a flote: un muy buen gancho para cautivar a sus seguidores y, a pesar de no entender esta necedad del protagonista, seguirlo nuevamente a estos juegos mortales, capítulo tras capítulo.

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En esta nueva etapa, hay personajes que ya habíamos visto de reojo en la primera temporada, nuevas caras y un desarrollo de estas personas que se entrelaza con lo que vimos en episodios anteriores, si bien los juegos son ahora diferentes y más mortales. Tenemos puntos de referencia con la muñeca de luz roja, luz verde y esa canción que, aunque infantil, ya nos pone los pelos de punta.

Pero los juegos del calamar siguen conservando algo verdaderamente poderoso: su mensaje, que se vale del libre albedrío que los humanos tienen para tomar decisiones en el contexto que mejor les convenga o les convenza, la moralidad como disyuntiva entre lo que está bien y lo que está mal y esta pregunta que se forma en nuestra mente: “¿Yo qué haría en ese caso?”, haciendo que el espectador se forme sus propios juicios con personas con las que quizá conectaron por algo.

Esa es la magia de la historia creada por Hwang Dong-hyuk: mientras nos adentramos a una cultura coreana con su capitalismo, división de clases y problemas económicos que probablemente se parezcan a los que personas de nuestro alrededor tienen, también estamos evaluando nuestra moralidad en cada uno de los concursantes a los que hasta les llegamos a tener cariño.

¿Qué distingue la segunda parte de su antecesora? La manera en que cierran la temporada es como si hubieran grabado todo de un jalón y de pronto le dijeran al director y escritor: “¿Sabes qué? “Córtala a la mitad porque necesitamos dinero y haremos temporada 3”, y quizá así fue planeada por aquellos detrás de uno de los mayores éxitos de Netflix, con plot twist de esos que solo los productos asiáticos logran hacer de manera impecable.

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El juego del calamar, en su primera temporada, fue un fenómeno que llegó en un tiempo en donde la gente estaba ávida de ver lo que fuera para olvidarse que estaban en pleno confinamiento por una letal pandemia; el mundo no era lo que es en estos momentos. La segunda temporada se siente hasta en un contexto diferente, a pesar de ser la misma premisa.

Preguntarse por qué Gi-hun, con toda la fortuna que ganó, sacrificando todo, se empecina en entrar a una competencia tan riesgosa con el único propósito de terminar con unos juegos que están fuera de todo lo moralmente aceptado y de su control, quizá sea lo absurdo a la hora de aceptar que nos gusta la historia.

Somos partidarios de un drama coreano con litros de sangre, violencia gráfica, cariño a personajes con quizá las mismas tragedias de la gente común y preocupación por lo que pueda pasar con el personaje central, a pesar de saber que él es el protagonista.

No sé qué pase en la tercera temporada, ni cómo le van a hacer para cerrar una historia que estuvo bien desde el principio, cuyo final pudo haber quedado así, abierto, y no hubiera pasado nada, pero ya la esperamos; si pudiera pedir un favor a los de Netflix, sería que no le hicieran spin-offs, ni versiones en otros países; no los necesita, podríamos decir, como el gran Gustavo Cerati, en nuestras propias palabras: “Poder terminar una serie en su cúspide es crecer”. Hasta aquí. ¡Corte y queda!

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