En un mercado saturado de mundos abiertos que guían cada paso del jugador con marcadores brillantes y mapas atestados de tareas, Elden Ring eligió un camino diferente: el de la confianza. Confianza en el jugador, en su curiosidad, en su capacidad para observar, explorar y aprender sin que nadie le tome de la mano. Y ese simple acto de fe por parte de FromSoftware dio como resultado una de las experiencias más profundas y evocadoras de la última década.
Desarrollado en colaboración con George R. R. Martin y dirigido por Hidetaka Miyazaki, Elden Ring no solo expande el universo Souls; lo reconstruye sobre la base de un mundo abierto con propósito, donde cada colina, ruina o árbol brillando en la distancia es una promesa de descubrimiento, no una obligación de itinerario.
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La primera vez que el jugador emerge en las Tierras Intermedias, no hay una cinemática extensa ni una interfaz repleta de tutoriales. Hay silencio, un caballo fiel por conseguir, y un mundo enorme esperando ser explorado. Sin barreras invisibles ni caminos predeterminados, el jugador es libre desde el inicio y responsable de su propio destino.

Cada rincón del mapa puede esconder una catacumba maldita, un dragón que duerme sobre un lago envenenado, o un simple altar con una historia olvidada. Elden Ring logra que la exploración sea recompensante no por acumulación de objetos, sino por una narrativa ambiental que despierta la imaginación y el sentido de misterio constante. Cada ruina habla, aunque nunca diga una palabra.
A diferencia de los RPGs tradicionales donde la historia se entrega en forma de diálogos interminables, Elden Ring invita al jugador a armar el rompecabezas. La narrativa está fragmentada, mística y, por momentos, deliberadamente ambigua. Pero quien se detiene a leer las descripciones de los objetos, a observar el diseño de los enemigos o a hilar lo que otros NPCs insinúan, descubre un relato vasto y trágico sobre dioses caídos, traiciones cósmicas y una tierra destrozada por ambición divina.
Es una historia que no grita. Susurra. Y espera que prestes atención.
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Fiel a su legado Soulsborne, Elden Ring mantiene un sistema de combate exigente, donde cada enfrentamiento puede ser letal si no se domina la estrategia, el tiempo y la lectura del enemigo. Pero a diferencia de sus predecesores, el mundo abierto introduce una capa de flexibilidad inédita: si un jefe es demasiado difícil, puedes ir a otro sitio, mejorar tu equipo, invocar ayuda o simplemente explorar.
La inclusión del caballo Torrentera transforma el desplazamiento y el combate, especialmente en espacios abiertos, y las cenizas de invocación abren nuevas posibilidades tácticas. Es un sistema que premia tanto a los jugadores agresivos como a los cautelosos, sin obligar a seguir un único estilo.
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Un aspecto que merece una mención especial en Elden Ring es su apartado multijugador, el más accesible y completo de toda la saga Soulsborne. A diferencia de entregas anteriores, esta vez es posible recorrer el mundo abierto y completar la historia principal de principio a fin junto a tus amigos, lo que añade una dimensión completamente nueva a la experiencia. Lejos de ser un simple complemento, el modo cooperativo transforma la aventura en algo aún más dinámico y frenético. En mi caso, incluso después de haber terminado el juego dos veces al 100%, tuve el privilegio de vivir toda la travesía nuevamente en compañía de mi gran amigo Hanny. Fue una experiencia inolvidable. Las peleas contra jefes, donde ambos gritábamos desesperadamente intentando descifrar la estrategia correcta o simplemente correr por nuestras vidas ante una muerte segura, se convirtieron en momentos tan intensos como memorables. (Astel, Innato del Vacío… todavía soñamos contigo.) Por cierto, querido amigo, tenemos aún pendiente ese Radahn, consorte prometido del DLC: Shadow of the Erdtree.

Visualmente, Elden Ring no compite por el fotorrealismo. Su fuerza está en la composición artística, en la forma en que la arquitectura gótica se derrumba sobre páramos dorados o en cómo una lluvia perpetua cae sobre fortalezas abandonadas. Hay belleza en su podredumbre, una estética de la ruina que transmite tanto como cualquier diálogo.
Y la música, atmosférica e imponente, refuerza esa sensación de un mundo que alguna vez fue glorioso, pero cuya gloria se ha disuelto en polvo y tragedia.
Elden Ring no solo es un hito técnico y artístico: es una declaración de principios. Un recordatorio de que los videojuegos no necesitan sobre explicar ni sobreproteger para ser memorables. Aquí, el mundo no te lleva de la mano: te suelta… y te inspira.
En un género donde el exceso es común, este juego se atreve a ser elegante en su crudeza, generoso en su silencio y poderoso en su diseño. Es un mapa sin límites, una historia sin voz, y un reto sin concesiones. Un viaje que se siente tan tuyo como tú estés dispuesto a explorarlo.
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