Sandy Franco

Es indudable que un cineasta mexicano, al aventurarse a hacer una película sobre su país, tiende a convertir la escenografía, locación o paisaje un elemento más dentro de la narrativa; la mayoría convierte lugares y escenarios en personajes de la misma historia.

México, ese país rico en cultura, gastronomía y paisajes, con un catálogo pródigo lleno de locaciones perfectas para cualquier historia que se quiera contar, con innumerables lugares que pueden convertirse en parte de innumerables historias, con selvas, bosques, ciudades, comunidades, desiertos y rincones que sirven de escenario para cualquier cámara.

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El México de María Candelaria con Xochimilco de fondo; el de Macario con las grutas de Cacahuamilpa; el de los barrios marginados de Los olvidados; el de los salones de la Ciudad de México en Pedro Navajas; el del centro histórico de Puebla de Frida; el de la Roma de Cuarón; el México que incluso ha servido como escenario en películas extranjeras.

Hablando de eso, ¿qué pasa cuando México es visto desde otros ojos? ¿Es un desastre? ¿Se ve con mejores ojos que los propios nacionales? Pongamos tres ejemplos que van de extremo a extremo, entre lo que al mexicano le complace y le da hasta orgullo y lo que recrimina como una falta de respeto a su patria.

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Cuando Luis Buñuel aterrizó en tierras mexicanas, lo hizo con un solo propósito: hacer un cine que no conquistó en España, de donde él venía. Exiliado por sus ideas políticas, el director de grandes films como Viridiana logró retratar en Los olvidados ese México que nadie quería reconocer que existía: el de los marginados, las clases sociales bajas, a los que a nadie les importaban y hasta ocultaban.

Los olvidados usaban las calles como reconocimiento de un problema que los ultranacionalistas trataban de tapar a toda costa: el escenario de las pandillas que sobrevivían entre la pobreza y la violencia.

Buñuel retrató con crudeza y realidad lo que pasaba en las esferas más bajas de un México que vivía en el “felices para siempre” de los gobiernos censuradores y es quizá uno de los más fieles retratos de la sociedad mexicana a finales de los años 40.

Pasemos al “buen intento, pero no” que hizo Tony Scott con Hombre en llamas, en una época en la que la ola de secuestros azotaba las calles de la Ciudad de México: la historia de un exagente de la CIA, contratado como guardespaldas de una niña de 9 años; el contexto social y político casi llegaba a ser real, sacado de las páginas de los periódicos de circulación nacional o de las noticias con López Dóriga.

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El problema quizá fue esa atmósfera que rompía con cast en su mayoría gringo y con algunas apariciones de latinos y uno que otro mexicano consagrado dentro de las filas del cine, pero esta imagen con paletas sepias y azules, un poco sucia y con algunos simbolismos clásicos de alguien que conoce a México por estereotipos, terminó por hacer una película americana en un México poco creíble.

Es un pesar, pero hablemos de la película que salió mal, muy mal al tratar de imitar a un México que jamás hemos visto. Sí, aquí tenía que mencionar a Emilia Pérez de Jacques Audiard, el cineasta francés que, para empezar, no se tomó la molestia de venir a grabar a México, el que se atrevió a no contratar a ningún actor mexicano en los roles protagónicos, porque según él no había mucho talento, ese que puso conexión wifi en un puesto de quesadillas y vasos de vino en el tianguis.

Además de un guión que parece sacado de la primera versión de ChatGPT, canciones que no tienen ningún sentido y la pronunciación de todos sus personajes al español es lamentable; ya no hablemos de un México en el que ni las colonias se sabía el director. Esto es lo que pasa cuando no te tomas la molestia de investigar tres pesos de historia y contexto social.

México es un país que abre las puertas a cineastas de todo el mundo; su cultura e historia sirven como inspiración para diferentes historias, pero cuando algunos directores extranjeros pecan de saberlo todo, siniestras cosas pasan que desvirtúan la imagen de todo un país y con eso no se juega.

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La recomendación: Uno de los directores mexicanos que sabe cómo retratar el contexto social y sobre todo el político es Luis Estrada. Su más reciente trabajo, Las muertas, ya está disponible en Netflix. ¿Les suena el término “las poquianchis”? Por esa historia va esta serie de 6 capítulos; véanla y hasta aquí, ¡corte y queda!

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