Sandy Franco

Alguien por ahí comentó en redes sociales que a estas alturas de la vida, los premios en el cine no son tan importantes, carecen de credibilidad y son estatuillas vacías que solo hacen alarde del despliegue de recursos que una producción puede hacer, y probablemente tenga algo de razón, pero también es innegable que gracias a estos premios, el cine tiene una ruta trazada; es como un norte para la industria, venga del país que venga.

Puede que los miembros de la Academia que entregan el Oscar no se tomen la molestia de ver las películas completas o que la Palma de Oro, el Oso de la Berlinale o el León de Venecia sean resultados de plausómetros que dan unos cuantos en un momento de euforia sin tomarse dos segundos en reflexionar historias y contextos y no de un jurado especializado. Lo que sea de cada quien, dan prestigio, fama y foco, lo que no es poca cosa en una industria que se alimenta precisamente de esas tres cosas.

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Para muchos, el premio gordo sigue siendo el Oscar, pero a mí me gusta hablar acerca de nuestro propio Academy, nuestro César, nuestro Goya, porque aunque el cine mexicano sigue siendo tratado como menos y encasillado en películas de comedia protagonizadas por los Derbez o por Omar Chaparro, la industria mexicana es mucho más que No manches Frida.

Teniendo películas que se despegan de aquellas que navegan con la bandera de la comedia, el albur y la representación de un México “popular”, es obvio que haya un premio para quien lucha por contar historias profundas, con problemáticas sociales que calaron, calan y calarán hasta los huesos de verlas en la pantalla grande, con historias que enriquecen la cultura de un México que cautiva en su pasado y que vive de sus raíces; esas historias valen la pena ser premiadas.

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Los premios Ariel son las preseas que otorga la Academia Mexicana de las Artes y Ciencias Cinematográficas (AMACC) que, a diferencia de otros premios como el Goya o el mismísimo Oscar, son financiados con creces; recordemos el 2022, cuando retiró la convocatoria de ese año para realizar la premiación, pues el gobierno federal había retirado apoyos fundamentales.

En un país donde se lucha contra vaivenes políticos y recortes al rubro de cultura cada año en el presupuesto de egresos y donde el cine solo es alabado si lleva el nombre de un reconocido cineasta que emigró en una fuga de cerebros, es de destacarse todavía más el esfuerzo por tener un reconocimiento que precisamente aplauda un arduo trabajo contra corriente.

Se me hace lamentable que demeritemos un premio que se hace bajo estas circunstancias, el que rescata ese cine que nos prohibimos ver, admirar y hasta recomendar, pero que existe y resiste; cintas nominadas este año como La cocina, No nos moverán, Pedro Páramo, Sujo y Un actor malo tienen su encanto, su proceso complejo y su reconocimiento, entonces, ¿por qué nos seguimos quejando de un premio que deberíamos poner a la par de otros reconocimientos que dan prestigio?

Una vez alguien me dijo “Cualquiera gana un Ariel“, y aunque seguramente aprecio a esa persona, es un error inverosímil que pensemos que un Ariel no significa nada, cuando los realizadores viven a cuestas para financiar, hacer y distribuir un trabajo que les toma años. Saberse reconocidos en su propio país fortalece un arraigo al cine mexicano que necesita la industria nacional para ponerse al mismo nivel de un Hollywood viciado, pero aún en un estatus inalcanzable.

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Creer que un Ariel es poquito es como pensar que México solo es un país de charros, donde la gente solo come tacos y todo se ve en color sepia. Un Ariel es igual de importante que una Copa Volpi o un AFI y tan valioso como un César, un Goya o un Oscar. ¿Saben por qué? Porque es nuestro, hecho en México.

La recomendación: Hablando de cosas hechas en México, ya está en cines Batman Azteca: choque de imperios y sí, es el caballero de la noche situado en plena conquista española, adaptación decente con una animación buena que combina la historia del pueblo mexicano con lo mejor del bativerso; véanla. Hasta aquí. ¡Corte y queda!

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