Valera, nos invaden los franceses-, dice Jorge Martínez.

-¿?-.

-Falleció Francisco Austria, lo van a enterrar en Tepehuacán, vamos-.

-¿Hasta allá?, son como seis horas-.

-Paso por ti-.

-Pero es sábado-.

-Huy, se me olvidaba que el señorito descansa-.

Iba a decir algo, no recuerdo qué, algún pretexto para no ir, pero ya había colgado. Brinco del susto cuando suena otra vez el celular. Desde el otro lado no acepta excusas ni demoras.

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-Llevas lonche, Valera-.

Recuerdos de ese viaje en fondo verde: Campesinos con machetes en ristre, desnudos de la cintura hacia arriba y bañados en sudor, esperando entre el calor sofocante que encierran sus chozas, en medio del camino y la inmovilidad de siglos.

Un loco harapiento del pueblo que encabeza el cortejo fúnebre con frases incoherentes que nadie entiende hasta el camposanto en la parte alta del monte, al cual no nos acercamos, pues más que dos reporteros, somos un par de desconocidos en ese municipio perdido en la serranía. Y por último, me sumerjo en un río de aguas diáfanas y frescas sobre piedras pulidas que parecen huevos prehistóricos. Cuando salgo, Jorge Martínez me toma una foto.

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-Mira, lo bajaron del cerro a tamborazos-.


El vocho se desliza lento como una lancha sobre un mar apacible e infinito de asfalto entre los límites de Hidalgo y Querétaro, en medio de llanos y cerros pelones, hasta que se poncha una llanta. El sol quema y en la radio, la música de una estación difusa llega hasta nosotros proveniente de los lugares más remotos del universo. Veo a Jorge Martínez forcejeando con un gato hidráulico y una llave de cruz. El silencio parece el lenguaje inédito de otro mundo.

-Pásame las tuercas, Valera-.

-¿Eh?-.

-Tenemos que llegar-.

Años después recuerdo que llegamos con tiempo de sobra a León, Guanajuato, luego que Jorge Martínez logró cambiar esa llanta quién sabe cómo, pero lo hizo. Y nos quedamos una semana en esas tierras. Por poco amenazamos a los leoneses para que nos dieran la marca del portal de noticias con tal de iniciar pruebas en Hidalgo, pues ya se estaban arrepintiendo. Desahuciado, el vochito falleció en una vulcanizadora de ese estado e improvisamos un funeral con tacos y refrescos y después nos regresamos en un camión.


-Murió Jorge Martínez-.

Es la noche del 15 de agosto. La iglesia de la Asunción brilla durante la fiesta patronal de Chilcuautla. Mi mamá María ha tomado la costumbre de sentarse en una banca y ver sus imágenes, así dice, “mis imágenes”. La acompaño para refugiarme del ruido y de la música en pleno apogeo. De repente me comenta que quiere decirme algo. Un cohetón explota y el eco interrumpe el descanso perpetuo de las vírgenes y los santos de la parroquia.

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-Ya lo sabías, ¿verdad?-, se dio cuenta ella al instante.

La noticia de su muerte llegó al pueblo antes de que encontrara la ocasión para avisarle. Estuve a punto de contárselo varias veces, pero al final descubría que no podía, las palabras me faltaban.

Los dos vemos el atrio y las bóvedas de la iglesia. De repente recordé que Jorge Martínez bautizó a su niño Emiliano entre estos muros y también aquí se casó con Leti. Vienen a mi memoria imágenes de la fiesta, él riendo, atendiendo a los invitados de un lado a otro. “Denle más mole al Valera”, decía. Unas bolitas de algodón se amontonan en mi garganta, porque también lo recuerdo cuando recibí mi título universitario. Allá íbamos en su vocho para ir a comer y festejar, él manejando, mi mamá a su lado y yo atrás con un documento que me acreditaba como licenciado, con el único traje que he comprado en 41 años de vida, y con un futuro más que incierto en el periodismo. Con su ayuda pude pagar las fotos de ese título.

Volteo para que mi mamá María no me vea cuando me quito los lentes y trato de respirar lento y profundo, pero ella ya está de nueva cuenta con sus imágenes.

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