Abrir un cuaderno por primera vez o tomar un gis entre los dedos parece algo sencillo, casi rutinario. Sin embargo, nadie nos advierte que en esos pequeños gestos puede estar escondida la posibilidad de cambiar una vida. Cada trazo, cada letra, cada idea compartida en un salón de clases es mucho más que conocimiento: es una invitación a descubrir, a cuestionar, a imaginar futuros distintos. Las aulas siempre han sido eso, espacios de curiosidad y de valor, donde tantas mujeres han sabido tejer confianza y esperanza, más allá de los libros y las tareas.
¿Alguna vez imaginaste a México con una presidenta mujer? Más allá de las simpatías o de las críticas políticas, la realidad es que vivimos un hecho que parte en dos nuestra historia: por primera vez, una mujer ocupa el cargo más alto del país. Y, al pensarlo, mi memoria me lleva de inmediato a mi primera maestra.
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Esa mujer que me enseñó a leer en voz alta y a resolver sumas, restas y divisiones. Ella nunca habló de feminismo ni de pintar consignas en las calles, pero lo encarnaba cada día con su sola presencia. Pararse frente a un grupo era, en sí mismo, un acto de resistencia silenciosa: mostraba que la autoridad también podía tener falda, tacones y una voz firme que imponía respeto.
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En ese entonces yo no lo comprendía. Para mí, era simplemente “la maestra”. Hoy, en cambio, reconozco que fue la primera feminista que conocí, aunque ninguna de las dos usara esa palabra. Con cada “levanta la voz” o “sí puedes”, nos preparaba para un mundo en el que, tarde o temprano, las mujeres tendríamos que reclamar nuestro lugar en las decisiones.
No es casualidad. Históricamente, el magisterio fue de los primeros espacios profesionales abiertos a las mujeres. De acuerdo con la UNESCO, más del 70% del profesorado de primaria en América Latina son mujeres. Y, sin embargo, cuando se trata de ocupar puestos de liderazgo, las cifras se reducen drásticamente. Es la paradoja de un sistema educativo sostenido por maestras, que todavía parece dudar de su capacidad para dirigir.
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Por eso pienso que tener hoy a una mujer en la presidencia no es un hecho aislado. Es la consecuencia de millones de maestras que, desde hace más de un siglo, han educado con ternura y paciencia, pero también con carácter y disciplina. Ellas fueron sembrando —a veces en silencio— la idea de que las niñas también podemos guiar, decidir y transformar.
En estos tiempos en que los aprendizajes parecen caber en un video de TikTok, conviene recordar que el verdadero cambio sigue cocinándose en las aulas. Y, muchas veces, empieza con una maestra que nos enseña a mirar de frente, a hablar fuerte y a no pedir disculpas por tener una opinión.
Quizá educar en igualdad sea el tacón más alto que aún nos falta ponernos. Mientras tanto, agradezco a esa primera maestra y a todas las que vinieron después, porque nos hicieron entender que los pasos de una mujer no son huellas pequeñas, sino sendas capaces de cambiar el rumbo de un país. Hoy, gracias a ellas, la historia se atreve, por fin, a pronunciarse en femenino.
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