Antes de comenzar, quiero expresar un sincero agradecimiento a Info Libre por el espacio y la confianza brindada a lo largo de estas veinte columnas. Ha sido un privilegio poder compartir, explorar y revivir títulos que han marcado generaciones, y The Legend of Zelda: Majora’s Mask no podía faltar en este recorrido.
Hay videojuegos que son aventuras y hay otros que son viajes. The Legend of Zelda: Majora’s Mask, lanzado en el año 2000 para la Nintendo 64, pertenece a esa segunda categoría. Es una entrega atípica, incomprendida por algunos en su momento, pero con el paso del tiempo convertida en una de las obras más profundas, simbólicas y emocionalmente complejas que Nintendo haya producido jamás. Más que una secuela de Ocarina of Time, Majora’s Mask es un reflejo oscuro de su antecesor, una exploración de la pérdida, del duelo, del miedo al olvido, y del tiempo que todo lo consume.
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Desde los primeros minutos, el juego nos pone en un mundo extraño y descolocado. La tierra de Términa, a punto de ser destruida por una luna que cae lentamente del cielo, no es solo el escenario de la aventura: es el símbolo de una cuenta regresiva inevitable, y de todo lo que los seres humanos no pueden controlar. El jugador tiene solo tres días para salvar el mundo… o aprender a fallar, a retroceder, y a intentar de nuevo.
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Uno de los aspectos que más definieron la identidad de Majora’s Mask fue su música. En esta entrega, las melodías no solo acompañan: hablan, sanan, transforman. Cada canción que Link aprende tiene un propósito narrativo y emocional: una cura, un adiós, una esperanza. El tema del Reloj de Ciudad, con su ritmo hipnótico, transmite ansiedad disfrazada de calma. La Song of Healing es, sin exagerar, una de las composiciones más poderosas jamás escritas para un videojuego: sencilla, melancólica, pero capaz de transmitir alivio, redención y resignación al mismo tiempo. En este juego, la música es una herramienta para lidiar con el dolor, no solo para abrir puertas. Es arte dentro del arte.

Pero si hay algo que distingue profundamente a Majora’s Mask dentro de la saga, es su tono emocionalmente denso y oscuro. Este no es un Zelda de princesas y reinos dorados. Es un Zelda de luto, de máscaras que ocultan heridas, de personajes rotos que viven atrapados en sus propias tragedias. El marinero que niega su muerte, la niña que cuida a su hermana mientras los adultos desaparecen, la novia que espera a un prometido que no llegará: cada historia secundaria es un retrato de la pérdida, del miedo al cambio, y de la desesperación ante lo inevitable. El juego no ofrece soluciones fáciles. No hay redención para todos. Algunos finales son simplemente tristes. Y eso es lo que lo hace humano.
Las misiones secundarias en Majora’s Mask no son contenido accesorio: son el corazón emocional del juego. Cada personaje tiene una rutina específica en esos tres días, con pequeñas historias que se desarrollan minuto a minuto. El jugador puede intervenir, cambiar destinos, o simplemente observar cómo se repite el ciclo sin poder hacer nada. Algunas misiones son alegres, otras inquietantes, pero todas construyen una Términa que se siente viva, frágil y profundamente humana.
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Entre todas esas historias, destaca la de Anju y Kafei, quizá la misión secundaria más compleja, hermosa y dolorosa de toda la saga. Kafei, prometido de Anju, ha sido transformado en un niño y se ha ocultado, avergonzado, mientras Anju lo espera con paciencia, temiendo que la haya abandonado. La misión te obliga a seguir pistas, entregar cartas, espiar a ladrones y correr contra el tiempo. Pero más allá de la mecánica, es una historia de amor aplastado por el miedo y la incertidumbre. Si el jugador lo hace todo bien, logra reunir a la pareja justo antes del final… y deciden esperar juntos el impacto de la luna, tomados de la mano, sabiendo que van a morir, pero prefiriendo enfrentar la muerte juntos que seguir huyendo por separado. Es un momento que trasciende el videojuego. Una lección silenciosa sobre la espera, el amor, y el valor de enfrentar lo inevitable con dignidad.
La jugabilidad, basada en repetir ciclos de tres días, le otorga al jugador una sensación constante de urgencia y control limitado. Es un diseño que incomoda a propósito. Cada vez que usas la Song of Time, sacrificas progreso. Cada error tiene costo. Pero también cada acción deja una huella: salvar una granja del asalto alienígena, consolar a un alma en pena, impedir una tragedia mínima. Son momentos que no cambian el gran destino del mundo, pero que importan porque salvan pequeñas vidas, aunque sea por un rato.

Con el paso del tiempo, Majora’s Mask ha sido reivindicado no solo como una entrega valiente, sino como una obra que entendió que los videojuegos también pueden hablar de tristeza, de trauma, y de sanación. Su rareza se volvió su virtud. Su estructura arriesgada, su sello. Y su carga emocional, su legado.
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Majora’s Mask no es un juego que se supere. Es un juego que se procesa. Una historia que se siente distinta dependiendo de cuándo la juegues, porque cambia contigo. A veces, es simplemente extraño. A veces, es agobiante. Pero siempre, siempre, deja algo. Y eso lo convierte en una de las joyas más inolvidables en toda la historia de The Legend of Zelda.
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