What To Know
- Tampoco hablan del orgullo de las hijas que observan a sus madres estudiar de noche, o de las abuelas que practican su escritura sobre el mantel con la paciencia de quien borda esperanza.
- En el último año, más de 8 700 mujeres en Hidalgo concluyeron la primaria o la secundaria mediante el Instituto Hidalguense de Educación para Adultos, entre ellas más de 800 mujeres indígenas.
- aprender no significa volver a empezar, sino descubrir que el comienzo siempre estuvo allí, silencioso y paciente, escondido en la valentía de intentar, en la magia de cada letra que aprendemos y en cada paso que nos atrevemos a dar.
La conocí un jueves, con las manos aún húmedas de jabón y la mirada llena de vergüenza. “Ya es tarde para mí”, dijo, como quien pide disculpas por haberse atrevido a soñar. Esa misma tarde me mostró su cuaderno: hojas torcidas, letras tímidas y una sonrisa tan grande que parecía iluminar la página. Había aprendido a escribir su nombre después de cincuenta años.
Esa historia —una entre miles— regresa a mí cada vez que pienso en lo que significa educarse siendo mujer en Hidalgo. No se trata solo de leer o sumar, sino de romper silencios que venían de generaciones, de reclamar un lugar que durante siglos se creyó ajeno. Según el INEGI, las mujeres hidalguenses cursan en promedio 9.3 años de escolaridad; puede parecer una cifra modesta, pero detrás de cada número hay una lucha personal, una puerta abierta donde antes solo había resignación.
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El CONEVAL señala que el 22.1 % de las mujeres mayores de 15 años en el estado sigue en rezago educativo. Sin embargo, esas cifras no alcanzan a narrar la emoción de quien logra leer un recibo, firmar un documento o seguir una receta sin ayuda. Tampoco hablan del orgullo de las hijas que observan a sus madres estudiar de noche, o de las abuelas que practican su escritura sobre el mantel con la paciencia de quien borda esperanza.
En el último año, más de 8 700 mujeres en Hidalgo concluyeron la primaria o la secundaria mediante el Instituto Hidalguense de Educación para Adultos, entre ellas más de 800 mujeres indígenas. Y cuando veo estos datos, no puedo dejar de imaginar sus trayectorias: caminar hasta el aula con un lápiz entre los dedos, estudiar entre el ruido de los niños o al calor del comal. Cada una lleva consigo una historia heredada, la voz de una madre o una abuela que no pudo aprender, pero soñó que alguna lo haría.
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Educarse no es solo adquirir conocimiento, es recuperar el nombre propio. Es atreverse a pronunciar en voz alta los deseos que antes se guardaban en silencio. Aprender a leer es abrir el mundo; escribir es pertenecer a él. Y terminar la secundaria no es un punto final, sino el comienzo de una vida distinta, con más caminos posibles.
Cuando una mujer aprende, todo su entorno se transforma. Sus hijos estudian con más empeño, sus nietos se enorgullecen, su comunidad la mira con nuevos ojos. La educación se vuelve contagiosa, como una chispa que pasa de mano en mano y convierte la rutina en esperanza.
Si las estadísticas tuvieran alma, llevarían la letra de esas mujeres. Porque hoy, cada punto ganado al rezago educativo es una historia que respira, un futuro que se despliega y un horizonte más ancho para todos.
Porque una mujer que aprende no solo cambia su destino, cambia el sentido mismo de la palabra futuro.
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La enseñanza más profunda tal vez sea esta: aprender no significa volver a empezar, sino descubrir que el comienzo siempre estuvo allí, silencioso y paciente, escondido en la valentía de intentar, en la magia de cada letra que aprendemos y en cada paso que nos atrevemos a dar.
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