What To Know
- Pienso en la risa de mis primos, en los gritos de frustración al recibir un caparazón azul justo antes de ganar, en esa mezcla de competencia y alegría que solo Nintendo ha sabido capturar con tanta pureza.
- Una carrera que empezó en una consola de plástico gris y que sigue corriendo, de alguna forma, en cada recuerdo, en cada melodía, en cada sonrisa que despierta cuando escucho el rugido de un motor pixelado.
- Hoy, mientras soplo las velas y miro hacia atrás, entiendo que ese primer juego que toqué a los seis años no solo me enseñó a correr, sino a amar los videojuegos con el corazón.
Hoy escribo esta columna el día de mi cumpleaños, y no pude evitar pensar en ese juego que marcó el inicio de todo: Mario Kart 64. Tenía apenas seis años cuando lo jugué por primera vez, y sin saberlo, fue el punto de partida de una pasión que me acompañaría toda la vida. No entendía de mecánicas ni de física de derrape, solo sabía que correr en esos circuitos coloridos junto a Mario, Luigi, Peach y Bowser me hacía feliz. Ese cartucho gris de Nintendo 64 fue mi puerta de entrada a los videojuegos, un universo que desde entonces jamás dejó de maravillarme.
Mario Kart 64 fue, y sigue siendo, un ejemplo brillante de cómo un concepto simple puede convertirse en una experiencia atemporal. Con sus ocho personajes y sus dieciséis pistas, logró capturar la esencia de la diversión pura: velocidad, caos y risas. Cada pista tenía su propio carácter desde la serenidad engañosa de Moo Moo Farm hasta la locura impredecible de Rainbow Road, y cada carrera era una historia distinta, llena de emoción y rivalidades amistosas. El modo multijugador, con sus competencias locales, convirtió salas familiares en auténticos coliseos donde la gloria y la traición iban de la mano.
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Entre sus pistas más memorables, pocas han dejado una huella tan profunda como Bowser’s Castle, con su arquitectura gótica y trampas ardientes; Yoshi Valley, un laberinto de caminos entrecruzados que convertía cada carrera en un juego de incertidumbre; o DK’s Jungle Parkway, con su puente suspendido y su caída al río que tantas carcajadas provocó. Koopa Troopa Beach ofrecía esa sensación de verano eterno, mientras que Royal Raceway permitía conducir frente al icónico castillo de Peach, un detalle que, para los niños de la época, era casi mágico. Cada pista tenía alma, personalidad y una historia que se contaba sin palabras.
Su banda sonora, compuesta por Kenta Nagata, sigue siendo uno de los pilares de su encanto. Las melodías de Koopa Troopa Beach o Toad’s Turnpike son imposibles de olvidar: piezas que combinan alegría, adrenalina y un toque de nostalgia que se cuela incluso en quien las escucha décadas después. Pocas veces una música ha sabido capturar tan bien el espíritu del juego: ese equilibrio perfecto entre competitividad y ligereza, entre la emoción del momento y la inocencia del recuerdo. Cada pista tenía su propio ritmo, su identidad sonora, y juntas componían una sinfonía que definió una generación.
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La jugabilidad fue otro de sus grandes aciertos. El paso del 2D al 3D no solo amplió el horizonte visual, sino que transformó por completo la experiencia. La sensación de velocidad, los derrapes precisos y el caos estratégico de los ítems crearon una fórmula que sigue vigente más de dos décadas después. Era simple, pero no superficial: cada carrera era una lección de equilibrio entre suerte y habilidad, entre saber cuándo acelerar y cuándo dejarse llevar por el instinto.
Hoy, al recordar Mario Kart 64, no pienso solo en un videojuego: pienso en mi infancia. En esas tardes interminables donde el tiempo se detenía y solo importaba cruzar la meta. Pienso en la risa de mis primos, en los gritos de frustración al recibir un caparazón azul justo antes de ganar, en esa mezcla de competencia y alegría que solo Nintendo ha sabido capturar con tanta pureza.
Porque Mario Kart 64 no fue solo un juego: fue un rito de iniciación. Una carrera que empezó en una consola de plástico gris y que sigue corriendo, de alguna forma, en cada recuerdo, en cada melodía, en cada sonrisa que despierta cuando escucho el rugido de un motor pixelado. Hoy, mientras soplo las velas y miro hacia atrás, entiendo que ese primer juego que toqué a los seis años no solo me enseñó a correr, sino a amar los videojuegos con el corazón. Y en ese sentido, Mario Kart 64 siempre será la línea de meta a la que todos queremos volver.
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