Shareny Muñoz

What To Know

  • En 1888, Matilde Montoya desafió las normas y se convirtió en la primera médica mexicana, abriendo paso a generaciones de mujeres que encontraron en el conocimiento su forma de emancipación.
  • Una maestra que enciende la curiosidad en sus alumnas enseña más que historia, civismo o matemáticas, enseña a pensar, a cuestionar y a creer en la propia voz.
  • En cada universidad, en cada taller, en cada clase nocturna donde una mujer estudia después de trabajar o cuidar a sus hijos, se escribe una historia de resistencia, esperanza y amor propio.

Dicen que hay mujeres que nacen libres, pero la mayoría aprendemos a serlo.
Y muchas veces, esa libertad comienza en un salón de clases, frente a un pizarrón, con un cuaderno abierto y una voz que se atreve a preguntar.
Porque aprender no solo enseña a escribir, también enseña a decidir. La educación no solo abre libros, abre horizontes.

En México, hoy más del 52% de la matrícula universitaria la confirmamos mujeres, según datos del INEGI y la Secretaría de Educación Pública. Nunca antes tantas mexicanas habían tenido acceso a la educación superior. Sin embargo, las cifras también revelan una deuda pendiente: solo tres de cada diez puestos de liderazgo académico o de investigación están ocupados por mujeres.
Los números, entonces, no solo reflejan logros; también nos recuerdan cuántos techos de cristal siguen intactos.

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La historia nos enseña que llegar hasta aquí no fue sencillo. En 1888, Matilde Montoya desafió las normas y se convirtió en la primera médica mexicana, abriendo paso a generaciones de mujeres que encontraron en el conocimiento su forma de emancipación. Desde entonces, cada maestra, científica o estudiante que levanta la voz reafirma una verdad poderosa: la educación es la primera forma de libertad.

En cada aula donde una mujer enseña o aprende, ocurre algo más profundo que la transmisión de saberes. Una maestra que enciende la curiosidad en sus alumnas enseña más que historia, civismo o matemáticas, enseña a pensar, a cuestionar y a creer en la propia voz.

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Como escribió Bell Hooks, “la educación como práctica de la libertad comienza cuando enseñamos a pensar críticamente sobre quiénes somos y en qué mundo vivimos”.

Porque educar no solo consiste en transmitir conocimiento, sino en cultivar autonomía, confianza y amor propio. Educar a una niña para que crea en sí misma es también educar a un niño para que respete su fuerza. La educación femenina no se trata de conquistar espacios, sino de transformarlos.

Hoy, las mujeres no estudian solo para llegar lejos, sino para llevar a otros con ellas. En cada universidad, en cada taller, en cada clase nocturna donde una mujer estudia después de trabajar o cuidar a sus hijos, se escribe una historia de resistencia, esperanza y amor propio.

El conocimiento es, quizás, la forma más profunda de libertad, en mi opinión es una herencia que no se marchita, una semilla que florece en generaciones enteras.
Y en tiempos donde la información abunda pero la sabiduría escasea, aprender sigue siendo un acto de valentía.

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Porque cuando una mujer aprende, enseña a una comunidad entera a mirar distinto.
Porque en cada aula donde una mujer levanta la voz, se agranda el mundo. Y porque, al final, la educación no solo nos hace más sabias… nos hace más libres.

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