What To Know
- En Huehuetla, a orillas del río que parece dormido, está la voz de la Maestra Tolentina, una mujer que, como muchas, ha aprendido a tejer fuerza mientras el agua manda y la tierra se sacude.
- Pero los muros cuentan otra historia, marcas de lodo en el primer nivel de las casas, manchas que no se borran y que hablan de una noche en que la corriente abrazó a la región con furia.
- La prevención de riesgos debe ser parte del derecho a la educación, especialmente en comunidades como las de la región otomí-tepehua, donde la geografía es tan hermosa como frágil, y donde las mujeres cargan con las historias, las pérdidas y las lecciones.
En Huehuetla, a orillas del río que parece dormido, está la voz de la Maestra Tolentina, una mujer que, como muchas, ha aprendido a tejer fuerza mientras el agua manda y la tierra se sacude. Me detuve a platicar con ella, justo en ese lugar donde la naturaleza dejó huella. El río está tranquilo ahora, fluye como si nada hubiera pasado; pero los muros cuentan otra historia, marcas de lodo en el primer nivel de las casas, manchas que no se borran y que hablan de una noche en que la corriente abrazó a la región con furia.
Hace aproximadamente un mes, en una noche sin nombre, el río y el arroyo se juntaron. Las familias quedaron atrapadas. No había salida, solo la fuerza de sus oraciones. “Nos encerramos y rezamos”, me dijo Tolentina, mirando hacia el cauce que hoy parece un hilo de plata entre el verde. No lo dice con miedo, lo dice con la serenidad de quien sobrevivió. De quien sabe que la vida sigue, pero que la memoria pesa como el lodo que aún marca sus paredes.
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¿Por qué hablar de esto desde la educación y la mirada femenina? Porque lo que vivió Tolentina no puede quedar solo en la anécdota de una tragedia rural, ni en el romanticismo de la crónica. Tiene que convertirse en parte de un aprendizaje vivo y urgente. La prevención de riesgos debe ser parte del derecho a la educación, especialmente en comunidades como las de la región otomí-tepehua, donde la geografía es tan hermosa como frágil, y donde las mujeres cargan con las historias, las pérdidas y las lecciones.



Las escuelas en estas tierras deben ser más que centros educativos, deberían ser puntos seguros, lugares donde se aprenda a leer las letras y el paisaje, a interpretar las lluvias, a reconocer el sonido del río cuando algo no está bien. La educación aquí no puede ser ajena al entorno ni a las historias como la de Tolentina. Necesitamos enseñar desde la emoción, desde el cuidado, desde la empatía. Necesitamos enseñar con los pies en la tierra húmeda y el corazón en las mujeres que sostienen la vida en cada comunidad.
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Mientras camino entre el silencio que envuelve al pueblo, los niños juegan cerca del agua como si ella no tuviera memoria, las mujeres barren con escobas de palma el lodo seco de los muros, la vida continúa. Y sin embargo, sentimos que algo cambió; la confianza se volvió pregunta y la fe se volvió testimonio.
Porque mientras en otras partes del país las luces brillan, aquí muchos siguen esperando que las instituciones lleguen primero que el agua. No es que no existan los programas o las políticas, es que a veces no alcanzan a cruzar los ríos para volverse realidad. México es un contraste constante, mientras algunos sueñan con grandes ciudades inteligentes, otros todavía levantan sus casas húmedas, sin certeza de que el próximo aguacero no se lleve también su tranquilidad.
Como dijo la escritora Jeanne Moreau: “La vida es una rosa, cuyas hojas caen una a una, pero la rosa es siempre la misma”. Así son estas comunidades, golpeadas por la lluvia, pero llenas de pétalos que no se rinden.


Si algo nos enseñó esa noche sin nombre es que la vulnerabilidad no puede seguir siendo rutina. La educación tiene que ir más allá del aula, convertirse en alerta, en protección, en un puente entre la vida y el conocimiento que salva. Y aunque el río hoy vuelva a ser manso, no debemos olvidar que para muchas mujeres la resiliencia no es discurso, sino la forma de sobrevivir con dignidad.
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