Umberto MenesesEL CODIGO HUMANO

Es dictado por nuestro ADN. Es parte de cómo se define nuestro destino evolutivo: ir de un lugar a otro, buscando mejores oportunidades de agua fresca, buena caza, mejores condiciones para habitar, otros amaneceres, inolvidables atardeceres, donde replantear un comienzo y encontrar un “mejor” lugar donde quedarse, no solo para nosotros sino también para los nuestros.

Hace años decidí migrar de México a Estados Unidos, por todas las obvias razones. Llegar a un país diferente es maravilloso, aunque mi osadía solo reflejaba una pequeña y anecdótica parte de un fenómeno del cual, antes de comprenderlo completamente, ya formaba parte.

La migración es vista, entendida y siempre analizada por sus connotaciones negativas, queramos o no. Todos siempre sentimos ansiedad territorial en cuanto vemos caras diferentes, costumbres diferentes, sabores, cantos, lenguaje diferente. Es difícil de asimilar, pero entre humanos, todos tarde o temprano nos acostumbramos y aceptamos nuestro lugar en una nueva configuración, donde ahora no solo tenemos que compartir, sino aprender a valorar lo que otros comparten.

Cambiar de lugar, moverse sin saber exactamente a dónde, son partes inherentes a nuestra naturaleza. La única motivación es imaginar lo que se encontrará, no saber si solo es de ida o de regreso también. La misma sinergia por la cual se pobló Asia y Europa desde África. La misma inercia que pobló América, del estrecho de Bering a Tierra de Fuego. Pararse en el confín de la playa, como los etruscos, incansables buscadores de mar, e imaginar qué habrá allá, lejos, donde ya no se ve más, y tener el valor de ir a cerciorarse, y así descubrir nuevos mundos, tierras nuevas, aromáticas a especies exóticas.

Foto: Umberto Meneses

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Entrar a esta tienda en París, un pequeño supermercado en una calle muy ajetreada de locales y turistas, adentro, precios en otra moneda, y evitar a toda costa, con ahínco, no hacer la conversión en tu cabeza de lo que en realidad te está costando en tu moneda nacional, luego ir a pagar en caja, ahí el que está al otro lado se congracia contigo por tu total ignorancia del idioma local, el que seguramente ya sabes bastante como para desear una “buena noche” pero por el nerviosismo, el miedo de no oírte como un tonto, te hace que todo lo aprendido en la mañana se te olvide, pero te da curiosidad y preguntas: ¿De dónde eres? Te la responden con orgullo: -Soy de Pakistán. En ese momento te das cuenta de la conexión inevitable que tienes con esa persona, repentinamente tu vida de viajero, inmigrante, se cruza con la de otro viajero, de lugares de los que no conoces nada, te sonríe y sonríes, te quedas pensando en su travesía, cómo llegó ahí, su tierra.

O la niña peruana que atareadamente atiende a los “turistas” al lado de la catedral de las flores, y te platica que la vida de un emigrante es difícil; ¿en la ciudad donde se dio el renacimiento?

O caminar incansablemente, como en Lido, un lugar donde la gratitud del día te deja ver atardeceres cuya profunda lejanía te hace ver el sol de un diferente color al de los atardeceres a los que estás acostumbrado.

Foto: Umberto Meneses

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Emprender un camino, así sea para regresar al origen de tu salida, o para perderte en el destino incierto que tú elijas, ya sea que planeaste tu ruta o que fuiste de Pakistán a París, o de Lima a Florencia, o como turista inexperto, te encontrarás haciendo lo que todos los humanos hacemos: movernos, ir y venir, viajar, dejar huella y permitir que otros dejen huella en nosotros; está en nuestro ADN.

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