What To Know
- En las escuelas rurales, bajo techos de lámina o entre muros de adobe, ellas explican a los niños por qué la lluvia se retrasa, por qué los árboles florecen antes o por qué la tierra se agrieta donde antes respiraba.
- Y son las mujeres de Hidalgo quienes lo han comprendido primero, que educar es también cuidar la tierra, que enseñar a un niño a sembrar es darle futuro, que preservar la lengua es proteger la forma en que el mundo nos habla.
Dicen en la Huasteca que cuando el río habla, la tierra recuerda. Y este año, el río habló más fuerte que nunca. Las lluvias llegaron antes, los caminos se desbordaron y el verde se volvió un espejismo en los cerros donde antes brotaba maíz. En la región Otomí-Tepehua, las montañas también cambiaron su voz, los manantiales se escondieron y la neblina ya no desciende como antes.
Pero entre el ruido del agua y el silencio del calor, siguen de pie las mujeres; las que enseñan, siembran, traducen y resisten. En las escuelas rurales, bajo techos de lámina o entre muros de adobe, ellas explican a los niños por qué la lluvia se retrasa, por qué los árboles florecen antes o por qué la tierra se agrieta donde antes respiraba. La educación, en sus manos, se convierte en un acto de supervivencia.
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En Tenango de Doria y Huehuetla, maestras otomíes han comenzado a enseñar cómo recolectar agua de lluvia y conservar las semillas criollas que no se rinden ante la sequía. En la Huasteca, las maestras comunitarias enseñan a los niños a leer los signos del cielo, a escuchar a las aves y entender el lenguaje del viento. Esa sabiduría que parecía invisible se vuelve ahora un mapa para enfrentar un futuro incierto.
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El cambio climático no solo transforma los ecosistemas, también reescribe la vida cotidiana. Hidalgo forma parte de los estados más vulnerables del país, más del 40 % de sus municipios presentan riesgo por deslaves o sequías. En la última década, la temperatura media ha aumentado más de un grado y medio, lo suficiente para alterar cosechas, desplazamientos y tradiciones. Sin embargo, la respuesta más poderosa no ha llegado desde los escritorios, sino desde las aulas rurales y las comunidades que aún creen en la enseñanza como raíz.
En la Huasteca, cada maestra que enseña a sembrar un árbol o recuperar un canto ancestral está luchando contra el olvido. En la sierra, cada abuela que guarda en su memoria el conocimiento de las plantas medicinales es una enciclopedia viva. Son ellas quienes tejen puentes entre la ciencia y la tradición, entre el pasado que nos sostuvo y el porvenir que aún es posible.
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El cambio climático nos exige más que estadísticas; demanda memoria, empatía y comunidad. Y son las mujeres de Hidalgo quienes lo han comprendido primero, que educar es también cuidar la tierra, que enseñar a un niño a sembrar es darle futuro, que preservar la lengua es proteger la forma en que el mundo nos habla.
Porque cuando el cielo cambia, no basta con mirar hacia arriba, hay que mirar hacia adentro, hacia esa red de saberes que aún nos sostiene. En cada escuela, en cada comunidad, la esperanza florece como una semilla que se niega a morir, incluso bajo el sol más intenso.
Eduardo Galeano escribió: “Mucha gente pequeña, en lugares pequeños, haciendo cosas pequeñas, puede cambiar el mundo.”
Y quizá eso ya está ocurriendo aquí, donde las mujeres enseñan al cielo a tener paciencia, guardan la lluvia en los cántaros del conocimiento y recuerdan que educar también es una forma de sembrar esperanza.
Dicen en la Huasteca que cuando el río habla, la tierra recuerda. Y este año, el río habló más fuerte que nunca. Las lluvias llegaron antes, los caminos se desbordaron y el verde se volvió un espejismo en los cerros donde antes brotaba maíz. En la región Otomí-Tepehua, las montañas también cambiaron su voz, los manantiales se escondieron y la neblina ya no desciende como antes.
Pero entre el ruido del agua y el silencio del calor, siguen de pie las mujeres; las que enseñan, siembran, traducen y resisten. En las escuelas rurales, bajo techos de lámina o entre muros de adobe, ellas explican a los niños por qué la lluvia se retrasa, por qué los árboles florecen antes o por qué la tierra se agrieta donde antes respiraba. La educación, en sus manos, se convierte en un acto de supervivencia.
En Tenango de Doria y Huehuetla, maestras otomíes han comenzado a enseñar cómo recolectar agua de lluvia y conservar las semillas criollas que no se rinden ante la sequía. En la Huasteca, las maestras comunitarias enseñan a los niños a leer los signos del cielo, a escuchar a las aves y entender el lenguaje del viento. Esa sabiduría que parecía invisible se vuelve ahora un mapa para enfrentar un futuro incierto.
El cambio climático no solo transforma los ecosistemas, también reescribe la vida cotidiana. Hidalgo forma parte de los estados más vulnerables del país, más del 40 % de sus municipios presentan riesgo por deslaves o sequías. En la última década, la temperatura media ha aumentado más de un grado y medio, lo suficiente para alterar cosechas, desplazamientos y tradiciones. Sin embargo, la respuesta más poderosa no ha llegado desde los escritorios, sino desde las aulas rurales y las comunidades que aún creen en la enseñanza como raíz.
En la Huasteca, cada maestra que enseña a sembrar un árbol o recuperar un canto ancestral está luchando contra el olvido. En la sierra, cada abuela que guarda en su memoria el conocimiento de las plantas medicinales es una enciclopedia viva. Son ellas quienes tejen puentes entre la ciencia y la tradición, entre el pasado que nos sostuvo y el porvenir que aún es posible.
El cambio climático nos exige más que estadísticas; demanda memoria, empatía y comunidad. Y son las mujeres de Hidalgo quienes lo han comprendido primero, que educar es también cuidar la tierra, que enseñar a un niño a sembrar es darle futuro, que preservar la lengua es proteger la forma en que el mundo nos habla.
Porque cuando el cielo cambia, no basta con mirar hacia arriba, hay que mirar hacia adentro, hacia esa red de saberes que aún nos sostiene. En cada escuela, en cada comunidad, la esperanza florece como una semilla que se niega a morir, incluso bajo el sol más intenso.
Eduardo Galeano escribió: “Mucha gente pequeña, en lugares pequeños, haciendo cosas pequeñas, puede cambiar el mundo.”
Y quizá eso ya está ocurriendo aquí, donde las mujeres enseñan al cielo a tener paciencia, guardan la lluvia en los cántaros del conocimiento y recuerdan que educar también es una forma de sembrar esperanza.
- Educación y esperanza frente al cambio climático

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