Hay juegos que marcan un antes y un después en la industria, títulos que no solo se convierten en clásicos, sino en auténticos símbolos culturales. Final Fantasy VII, lanzado en 1997 para la primera PlayStation, es uno de esos hitos irrepetibles. Fue el juego que llevó a la saga de Square al reconocimiento mundial, el que demostró que los videojuegos podían contar historias tan profundas y emotivas como una novela o una película, y el que dejó grabado en la memoria colectiva un universo de personajes, música y emociones que siguen vivos décadas después.
La historia nos sitúa en un mundo donde la poderosa corporación Shinra extrae la energía vital del planeta, el Mako, para su propio beneficio, sin importar las consecuencias. En medio de esa lucha desigual aparece Cloud Strife, un mercenario aparentemente indiferente que se une a un grupo eco–terrorista llamado AVALANCHA. Lo que comienza como una misión contra una empresa corrupta pronto se convierte en una epopeya épica: un viaje de identidad, redención y sacrificio que enfrenta a los protagonistas contra el inolvidable Sephiroth, uno de los antagonistas más carismáticos y temidos de la historia del medio.
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Más allá de su trama principal, Final Fantasy VII se distingue por la fuerza de sus personajes. Cloud, atormentado por dudas sobre quién es realmente; Tifa, el pilar emocional que sostiene al grupo; Aerith, la luz más pura en un mundo en sombras; Barret, impulsado por la rabia y el amor hacia su hija; y muchos otros que aportan matices humanos a una historia que jamás se siente plana. La muerte de Aerith, uno de los momentos más impactantes en la historia de los videojuegos, no es recordada solo por la sorpresa, sino porque estaba construida con cariño, tiempo, música y silencios que hicieron de esa pérdida algo personal para cada jugador.

En lo técnico, fue revolucionario. Sus cinemáticas prerenderizadas marcaron un antes y un después, mostrando que los videojuegos podían alcanzar una escala cinematográfica. Sus escenarios, desde la opresiva ciudad de Midgar hasta las llanuras abiertas y los templos ancestrales, se convirtieron en paisajes icónicos que expandieron la imaginación de millones. Y su sistema de materias, que permitía personalizar habilidades y magia, dio libertad estratégica a cada jugador, convirtiendo cada combate en una experiencia distinta.
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Pero si hay un elemento que elevó Final Fantasy VII a la categoría de obra maestra, ese es su música. Nobuo Uematsu compuso una de las bandas sonoras más recordadas de todos los tiempos: piezas como Aerith’s Theme, One Winged Angel o Main Theme of Final Fantasy VII no son solo acompañamientos, son recuerdos grabados en la memoria emocional de quienes jugaron. Cada tema musical refuerza el tono de la historia: esperanza, pérdida, furia o redención. En particular, el coro épico de One Winged Angel, que acompaña la batalla final contra Sephiroth, fue un momento que muchos jugadores sintieron como un clímax comparable al cine más grandioso.
Final Fantasy VII es mucho más que un JRPG. Es un testimonio de lo que los videojuegos pueden lograr cuando combinan narrativa, jugabilidad, personajes entrañables y una banda sonora inolvidable. Fue el juego que hizo llorar, que hizo reflexionar, que hizo discutir teorías en cafés y revistas, y que aún hoy inspira remakes, secuelas y nuevas generaciones de jugadores.
Porque al final, Final Fantasy VII no es solo la historia de Cloud, de AVALANCHA o del planeta. Es la historia de todos los que lo jugaron y descubrieron, entre lágrimas y sonrisas, que un videojuego podía ser mucho más que entretenimiento. Podía ser arte, podía ser poesía, podía ser memoria colectiva. Y por eso, más de 25 años después, el eco de aquella espada gigante, de aquella flor marchita y de aquella última nota musical, sigue resonando en la eternidad del medio.
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