Shareny Muñoz

What To Know

  • Que llegan al aula después de una quimioterapia, que sonríen mientras toman lista, que enseñan a dividir fracciones o a escribir un ensayo, pero en realidad están enseñando algo mucho más grande.
  • En las aulas donde se enseña anatomía o psicología, pero también en las de arte o literatura, tendría que recordarse que la autoexploración es un acto de conocimiento, de valentía y de amor propio.
  • Cada aula puede ser un refugio donde la vida se celebra, donde el conocimiento y la empatía caminan de la mano, donde las jóvenes aprendan que cuidarse no es egoísmo, sino responsabilidad.

Hay mañanas en que el salón huele a marcador nuevo y a esperanza. Las alumnas entran con prisa, los pasillos se llenan de voces, y entre todas esas rutinas hay mujeres que, sin decirlo, libran batallas invisibles. Algunas esconden bajo el suéter una cicatriz, otras cargan el cansancio de los tratamientos, pero todas comparten algo que las hace únicas: la voluntad de seguir enseñando.

Porque hay maestras que, aun con el cuerpo frágil, sostienen el espíritu firme. Que llegan al aula después de una quimioterapia, que sonríen mientras toman lista, que enseñan a dividir fracciones o a escribir un ensayo, pero en realidad están enseñando algo mucho más grande: a no rendirse.

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Octubre, con su lazo rosa, nos recuerda que el cáncer de mama sigue siendo la primera causa de muerte por cáncer en mujeres en México. De acuerdo con la Secretaría de Salud, en el último año se registraron más de 8,000 fallecimientos y más de 30,000 nuevos casos. En Hidalgo, el año pasado se detectaron casi 300 diagnósticos nuevos, cifras que no son solo estadísticas, sino rostros, nombres, historias. Detrás de ellas hay maestras, madres, hijas, compañeras. Mujeres que un día recibieron una noticia que cambió todo, pero decidieron no dejar de ser ellas.

En una ocasión cercana, y todavía luminosa en la memoria, supe lo que significa la detección oportuna. Fue una historia que, de haber llegado tarde, quizá no estaría contándose hoy. La ciencia hizo su parte, sí, pero también la fe, la educación, la palabra que alguien pronunció a tiempo: “revízate”. A veces, la diferencia entre la vida y la pérdida está en una conversación.

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Por eso, hablar de salud no debería ser ajeno a la educación. Educar también es enseñar a cuidar del cuerpo, a escucharlo, a tocarse sin miedo. En las aulas donde se enseña anatomía o psicología, pero también en las de arte o literatura, tendría que recordarse que la autoexploración es un acto de conocimiento, de valentía y de amor propio.

La poeta Rosario Castellanos escribió alguna vez: “No es el dolor lo que nos hace grandes, sino la forma en que lo enfrentamos.”

Y quizá eso define a tantas mujeres docentes que cada mañana se levantan, se visten, se miran al espejo y eligen la vida. Su fortaleza se convierte en una lección silenciosa para quienes las rodean: las alumnas que las admiran, los colegas que las acompañan, las hijas que aprenden a mirar el cuerpo con respeto y sin vergüenza.

Hablar del cáncer de mama es también hablar de disciplina, de constancia, de esa capacidad femenina de mantenerse firme incluso en la tormenta. Porque la educación no solo transforma el pensamiento, también salva.

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Cada aula puede ser un refugio donde la vida se celebra, donde el conocimiento y la empatía caminan de la mano, donde las jóvenes aprendan que cuidarse no es egoísmo, sino responsabilidad. Este mes rosa no es una moda, es un recordatorio. Un llamado a escuchar nuestras historias y convertirlas en enseñanza. A mirar con ternura a quienes, desde un aula o desde su casa, siguen luchando y enseñando que la vida, cuando se elige, también se aprende.

Porque enseñar también es cuidar. Y cada mujer que vuelve a escribir su historia después del miedo, está dando la lección más valiosa de todas: que la educación puede ser también una forma de sanar.

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