Lo que tienes que saber
- congestión urbana, aumento desmedido de los precios de alquiler y servicios, saturación de transporte, degradación ambiental y la sensación de que el espacio público deja de pertenecer a quienes viven en el lugar.
- Según una definición clásica, este término describe el temor, aversión o rechazo social que sienten los ciudadanos locales hacia los turistas o hacia el turismo masivo debido a su impacto negativo en la calidad de vida, el medio ambiente y la vida cotidiana de los residentes de un destino.
El turismo ha sido celebrado durante décadas como el motor que impulsa economías locales, especialmente en países y regiones con pocos otros recursos productivos. Sin embargo, la turismofobia —o mejor dicho, la crítica social al turismo masivo— nace de experiencias reales: congestión urbana, aumento desmedido de los precios de alquiler y servicios, saturación de transporte, degradación ambiental y la sensación de que el espacio público deja de pertenecer a quienes viven en el lugar.
La palabra “turismofobia” ha comenzado a ocupar un espacio creciente en el debate público y académico sobre el turismo y sus efectos en las comunidades locales. Según una definición clásica, este término describe el temor, aversión o rechazo social que sienten los ciudadanos locales hacia los turistas o hacia el turismo masivo debido a su impacto negativo en la calidad de vida, el medio ambiente y la vida cotidiana de los residentes de un destino. Recientemente, incluso la Real Academia Española (RAE) la ha incorporado oficialmente al diccionario con una definición en ese sentido.
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Pero más allá del vocablo, lo que subyace es un fenómeno complejo, poliédrico y, en muchos casos, mal entendido.
En primera instancia, cuesta aceptar que una sociedad pueda sentirse hostil hacia algo que —a priori— genera ingresos, empleo y flujo económico. El turismo ha sido celebrado durante décadas como el motor que impulsa economías locales, especialmente en países y regiones con pocos otros recursos productivos. Sin embargo, la turismofobia —o mejor dicho, la crítica social al turismo masivo— nace de experiencias reales: congestión urbana, aumento desmedido de los precios de alquiler y servicios, saturación de transporte, degradación ambiental y la sensación de que el espacio público deja de pertenecer a quienes viven en el lugar.
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Este rechazo no es necesariamente irracional. En muchos casos, es la reacción lógica de comunidades desplazadas por un modelo turístico mal planificado, donde la llegada constante de visitantes supera la capacidad de carga del destino y deteriora el tejido social. El antropólogo George Doxey ya sugería en los años 70 un “índice de irritación turística”, que va desde la euforia inicial hasta el antagonismo final —cuando los vecinos simplemente ya no soportan más turistas en su entorno cotidiano.
Si llamamos “turismofobia” a ese rechazo sin matizar, corremos el riesgo de simplificar un tema profundo y legítimo. No se trata de una “fobia” irracional en el sentido psicológico del término, sino más bien de una crítica al turismo desmedido, extractivista y sin responsabilidad social ni ambiental —un turismo que extrae valor sin retribuir equitativamente a sus comunidades receptoras.
Gestos tan llamativos como las protestas coordinadas en varias ciudades europeas para exigir límites al turismo masivo —incluso con acciones simbólicas como el uso de pistolas de agua en Barcelona— no surgen de la nada. Son la expresión de frustración ante la incapacidad de las políticas públicas de equilibrar los intereses económicos con el bienestar de los residentes.
La verdadera disyuntiva no es entre aceptar turistas o rechazar personas viajantes. Es entre seguir favoreciendo un modelo económico que sacrifica la calidad de vida local por cifras de visitantes, o redefinir el turismo para que sea verdaderamente sustentable y respetuoso: uno que distribuya equitativamente sus beneficios, proteja los recursos naturales, y preserve la identidad cultural y la vida cotidiana de quienes habitan los destinos.
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Si queremos transformar la palabra “turismofobia” de algo peyorativo a algo útil, debemos interpretarla no como odio irracional, sino como llamada de alerta ciudadana —un grito por justicia turística. El desafío para planificadores, gobiernos y profesionales del turismo es responder a ese clamor con políticas que no solo atraigan visitantes, sino también mejoren la vida de quienes nos abren las puertas cada día.
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